Comentario
En que se prosigue lo sucedido con don Diego de Torres y Juan Roldán. La prisión del visitador Juan Bautista de Monzón, la muerte de don Fernando de Monzón, su hijo, y el gran riesgo en que estuvo el visitador de perder la vida; con lo demás sucedido en aquellos tiempos
Había ya bien entrado la noche, escura y tenebrosa y con agua; los calabozos cerrados y sin ruido de gente, cuando don Diego de Torres sacó la empanada que había guardado para cenar, abrióla, halló los dos cuchillos y un papel que le advertía lo que había de hacer. Cortó las prisiónes, y suelto de ellas acudió a la ventana, fue sacando ladrillos por de dentro y Roldán por de fuera.
La mucha agua que llovía les favorecía, con que no fueron vistos de persona alguna. En breve espacio hicieron un grande agujero, por donde salió don Diego de Torres. Llevólo al visitador y díjole:
--"¿Ve aquí Usía a don Diego de Torres suelto?".
Al cual le dijo el visitador:
--"Don Diego, suelto estáis, mirad por vos, que yo os favoreceré, y andad con Dios".
Con esto se bajó a la caballeriza, donde halló un buen caballo ensillado y armas, con lo cual se salió luego de la ciudad.
Agradeció con palabras el visitador el hecho de Roldán, el cual le dijo:
--"¿Quiere Usía que por la mañana dé un picón a estos señores de la Real Audiencia?".
Respondióle:
--"Hazlo que quisieres, que cualquier cosa se os puede fiar".
Venía ya cerca el día, despidióse, fuese a su posada, ensilló una yegua en que recogía sus vacas; salió a la sabana, y como entre las nueve y las diez horas del día vino a la plaza. En la esquina de la cárcel de la ciudad, que fue donde don Diego de Torres estuvo preso, estaba un gran corrillo de gente, sin otros muchos qué había por la plaza. Preguntó a los primeros, diciendo:
--"Señores, ¿qué ha sucedido? ¿Qué alboroto es éste de tantos corrillos de gente?".
Respondiéronle:
--"¿No sabéis cómo se ha huido don Diego de Torres?".
Respondió con mucho espanto, diciendo:
--"¡Válgame Dios, que se ha huido don Diego! ¿Por dónde se huyó?".
Respondiéronle:
--"Por un agujero que está hecho en la ventana del calabozo donde estaba preso, que cabrá un buey por él".
Volvió a decir Roldán:
--"¡Válgame Dios! Señores, andando yo esta mañana buscando unas vacas mías en aquellos pantanos de la estancia del Zorro (y me embarré como ven), de entre aquellos carrizales vide salir un hombre en un buen caballo, con su lanza y adarga (y me vibró la lanza) y enderezó hacia los aposentos del Zorro, pero no le pude conocer".
Esto estaba contando Roldán, cuando, por orden del Acuerdo, a caballo como estaba, lo pusieron en la cárcel, en el calabozo fuerte, donde estaba preso Juan Prieto Maldonado. Bajó del Acuerdo el fiscal Orozco a tomarle su declaración, y de ella resultó condenarle a tormento (tómame ese picón). El propio sábado en la tarde le pusieron a él. Halláronse presentes el oidor Pedro Zorrilla y el fiscal Orozco. Secretario de la causa era Juan de Albis, que lo era de cámara, y vizcaíno.
Puesto Juan Roldán en la garrucha, y habiéndola levantado algún tanto, comenzó a dar voces diciendo: ¡Bájenme, que yo diré la verdad!". Comenzó Juan Roldán a decirla, empezando por los amores del fiscal Orozco y diciendo cómo ellos eran causa del fingido alzamiento. Dijo muchas cosas en orden a esto; metió en algunas de ellas al oidor Pedro Zorrilla, de tal manera que le obligó a decir al secretario:
--"Tened, secretario, no escribáis"; y como era vizcaíno, dijo: --"Secretario del rey, Secretario fiel. Di, Roldán, que yo escribiré todo". El cual prosiguió diciendo verdades, a cuya declaración me remito.
Recusó con fuertes razones al fiscal, y le mandaron salir de la sala de tormento. Volvieron a virar la garrucha, y el Roldán a decir:
--"¡Ay! ¡Ay!".
A estas razones se puso el fiscal al umbral de la puerta diciendo:
--"¡Ay! ¡Ay! De poco os quejáis".
Respondióle Roldán desde la garrucha:
--"¿De poco? Pues póngase aquí, que de cuatro se la doy".
Fueron con esto levantando más la garrucha. Era el paciente tocado de mal de jaqueca. Acometióle en esta ocasión; dejó caer la cabeza, empezó a echar espumarajos, y dijeron: "¡Que se muere! ¡Que se muere!". Alborotóse el oidor, dijo "suelta presto", y fue tan presto que largaron la cuerda de golpe. Cayó tendido al suelo Roldán, sin sentido del golpe de la caída. Comenzó a echar sangre por los oídos, narices y boca. Avivó la gente la voz diciendo: "¡Que se muere!". Mandó el oidor llamar al licenciado Auñón, médico. No le hallaron tan presto; toparon con el doctor Juan Sánchez, que no era más que cirujano, que nombre de doctor le había puesto el oidor Antonio de Cetina por una cura que le hizo o acertó.
Entrando Juan Sánchez, díjole el oidor:
--"Mira ese hombre".
Allegóse a él, tomóle la mano para verle el pulso. A este tiempo, Roldán le apretó la mano a Juan Sánchez pidiéndole misericordia. Desvióse el Juan Sánchez mirándolo al rostro. Díjole el oidor:
--"¿Cómo está ese hombre?".
Respondióle:
--"Malo está, pero no tan malo".
Saltó el secretario Juan de Albis del asiento donde estaba, dando voces y diciendo:
--"¡Válgate el diablo, médico indio! ¡Médico indio! ¿Hallaste malo está? No está tan malo. ¡Válgate el diablo, indio médico!".
Fue tal el alboroto del secretario y las voces, que ni el oidor ni el fiscal lo podían aquietar. De fuera dijeron: "Ya viene el licenciado Álvaro de Auñón"; con lo cual se sosegaron.
Entró el médico, mandóle el oidor que viese aquel hombre y que le aplicase el remedio necesario. Tomóle el pulso; hízole Roldán la propia seña, y dijo al oidor:
--"Señor, este hombre se está muriendo, y si no se remedia con tiempo morirá en breve".
--"¿Qué será menester?", dijo el oidor.
Respondió:
--"Traigan una sábana mojada de vino y un brasero con candela, y ropa con que abrigallo".
Salióse el oidor de la sala muy enfadado; llamó al fiscal; fuéronse al Acuerdo; trajeron la sábana y el vino y candela, un colchón y frazadas; entróse Auñón con otros dos hombres en la sala del tormento, mojaron la sábana del vino, calentáronla, envolvieron en ella al Roldán, echáronle en el colchón, que parecía que ya estaba muerto.
Tocaron en la iglesia mayor a la sumaria. Después de haberla rezado, cerró el licenciado Auñón la puerta y ventanas de la sala, llevóse las llaves diciendo que iba a visitar a otro enfermo, y no volvió hasta dadas las ocho de la noche.
Habían llevado de la tienda de Martín Agurto cuatro barras de hierro, que pesaban a treinta libras, para darle el tormento a Roldán, poniéndoselas por pesas a los pies.
El tiempo que Auñón gastó en ir y volver, le tuvo Roldán para levantarse y descoser los cogujones del colchón y meter por ellos las cuatro barras, y volverse a acostar en su sábana empapada en vino.
Del Acuerdo habían enviado a preguntar cómo estaba; las guardas no supieron más razón de que el licenciado Auñón había llevado las llaves y que lo estaban guardando, el cual vino entre ocho y nueve de la noche. Avisaron al Acuerdo; envió a preguntar cómo estaba el enfermo. Respondió que muy malo.
Salió proveído auto en que por él se mandaba que Julián Roldán llevase a su casa a Juan Roldán, su hijo. Estaba en el patio de las casas reales, donde había dado muchas voces; y notificando el auto, dio muchas más, haciendo muchos protestos y requerimientos, y diciendo que "no había de llevar a su hijo si no se lo daban sano y bueno", con lo cual el Acuerdo mandó que volviesen a la cárcel a Juan Roldán. Lleváronlo con el colchón, y como los que lo llevaban no sabían el secreto de las barras, como pesaba mucho, decían que ya estaba muerto. Metiéronlo en el calabozo donde estaba preso el capitán Juan Prieto Maldonado, que le pesó mucho de ver llevar así a Roldán.
Fuéronse aquellos señores del Acuerdo y toda la demás gente a sus casas. Quedaron la cárcel y calabozos cerrados, y el alcaide se fue a dormir. Había dejado un pequeño cabo de vela encendido en el calabozo donde quedaba Roldán, el cual acabado y la cárcel sin ruido, se levantó de la cama y se fue a la del capitán Juan Prieto Maldonado y lo llamó, que ya dormía, el cual dijo:
--"¿Quiénes quien me llama?".
Respondió:
--"Yo, Roldán".
Díjole:
--"Pues, hermano mío, ¿cómo estáis?"
Respondióle:
--"Bueno estoy, sino que estoy muerto de hambre. ¿Tenéis algo que comer?".
Respondió Juan Prieto:
--"Sí, aquí hay bizcochuelos y vino".
Diole de ello y estando comiendo le dijo a Juan Prieto.
--"¿No sabéis qué os traigo?".
Respondióle:
--"Cuatro barras famosas de hierro para que calcéis las rejas en Tunja".
Sacólas de donde las había puesto y metiólas debajo de los colchones de la cama de Juan Prieto Maldonado, que toda ésta fue la ganancia del picón que quería dar a los señores de la Real Audiencia. Y más sacó, casi dos años de prisión en que estuvo hasta que vino el visitador Juan Prieto de Orellana, que le sacó de ella, y a los demás comprendidos en la visita del visitador Juan Bautista de Monzón, como adelante veremos.
Mucho ciega una pasión amorosa, y más si va desquiciada de la razón, porque va dando de un despeñadero en otro despeñadero, hasta dar en el abismo de la desventura.
El fiscal, que tenía ausente lo que él tenía por gloria, vivía en un mar de tormentos que le traían fuera de todo gusto, y a esto se le añadían los de su causa, nacidos de los rabiosos celos de su mujer, que con ellos y con lo que Roldán había dicho en el tormento, andaba ya la cosa muy rota; y para enmendarse y remediallo tomó el camino siguiente.
Corría el año de 1581, cuando el fiscal procuró encuentro entre el oidor Pedro Zorrilla y el visitador Monzón. Empezáronse a notificar cédulas reales de la una parte a la otra. Con la fuga de don Diego de Torres tomaba fuerza la voz del alzamiento, y de ello le hacían cargo al de Monzón. Guiábase el oidor por el parecer del fiscal, porque ya la pasión no le daba lugar a discurrir con la razón; trataron de prender al visitador. Comunicábanlo con sus aficionados y con los que se recelaban de la visita, los cuales aprobaban el intento y tenían por acertada la prisión.
Acabó el fiscal con el oidor en que se enviase por el capitán Diego de Ospina, que estaba en Marequita y era capitán del Sello Real. Dio orden que el llamarle fuese por mandato del Real Acuerdo, y él le escribió, que era íntimo amigo suyo, que viniese bien acompañado. Púsole en ejecución; partió de Marequita con treinta soldados arcabuceros, vino a la ciudad de Tocaima, que en aquellos tiempos era por allí el camino, que después muchos años se abrió el de la Villeta, que hoy se sigue.
Llegando a Tocaima el capitán Ospina, trató el negocio con el capitán Oliva, que era su amigo, y rogóle que le acompañase; lo cual hizo con otros diez arcabuceros. Llegó toda esta gente a la venta que decían de Aristoi, a donde habíamos llegado poco antes yo y un cuñado mío, llamado Francisco Antonio de Ocallo, napolitano, cuyo hijo fue el padre Antonio Bautista de Ocallo, mi sobrino, cura que hoy es del pueblo de Une y Cueca.
Eran grandes amigos el Ospina y el Oliva de Francisco Antonio, y como íbamos de esta ciudad de Santa Fe a la de Tocaima, a cierto negocio, preguntóle el Ospina que qué había de nuevo en la ciudad. Respondióle Francisco Antonio que toda andaba revuelta con el encuentro de la Audiencia y el visitador. Respondió el Ospina: "Allá voy, que me han enviado a llamar, y para lo que se me ofreciere llevo conmigo esta gente. ¿Qué os parece en esto?". Se apartaron los dos y se fueron hablando por aquel campo.
El Francisco Antonio era soldado viejo de Italia, y decía él que se había hallado con el emperador Carlos V sobre Argel, cuando se perdió aquella ocasión. Díjole al Diego de Ospina: "Si nuestra amistad sufre consejo, y si mis muchos años y experiencia lo pueden dar, yo lo daré". Respondióle el Ospina que "con ese intento lo había desviado de los demás, y que le dijese su parecer". Respondióle el Francisco Antonio:
--"Mi parecer es, señor capitán Diego de Ospina, que no meta vuesamerced esta gente en Santa Fe ni la pase de aquí, porque en todo este Reino no hay otra gente armada sino ésta que vuesamerced lleva; no sea esto causa de algún alboroto que no se pueda remediar, y venga vuesamerced a pagar lo que ellos han causado".
Y no se engañó, porque siete mil pesos de buen oro le costó esta burlilla, que se los llevó el visitador Juan Prieto de Orellana; y si después en tiempo del presidente don Francisco de Sandi, no se diera tan buena maña a huir de la cárcel, le costara la cabeza esto y otras cosillas.
Agradecióle el capitán Ospina el consejo. Fuéronse a comer, que ya estaba puesta la mesa; y después de haber comido dijo, hablando con todos los soldados, lo siguiente:
--"Estoy, señores soldados, tan agradecido de la merced que me han hecho en acompañarme, que me queda obligación de servirlos toda mi vida; y porque en las cosas que no se hacen con acuerdo y maduro consejo, se suele errar, y de ellas suelen nacer notables daños, yo me he resuelto, vistos los rumores de la ciudad de Santa Fe, y que no se me ha dado el aviso que se me había de dar en este puesto, a asegurar vuestras personas y la mía, porque no quiero que impensadamente nos suceda alguna desgracia, que agora podemos remediar; y así os suplico tengáis por bien que no pasemos de aquí. Yo tan sólo me iré, acompañado de dos amigos, que el uno de ellos será el señor capitán Juan de las Olivas y el otro pedro Hernández, el alguacil. Iré a ver lo que la Real Audiencia me manda. A todos los demás les ruego yo se vuelvan a Marequita, a mi casa, a donde tendrán mesa y cama y todo lo necesario hasta que yo vuelva".
Ninguno le quiso contradecir demanda tan justa. Alargóse a decirles más: que si algunos tuviesen voluntad de ir a la ciudad de Santa Fe a negocios, lo podrían hacer con tal que no fuesen juntos ni en tropa. En esta licencia estuvo todo el daño. Con esta resolución, al día siguiente el capitán Ospina con los dos compañeros partió para Santa Fe y mi cuñado y yo a Tocaima, quedándose en la venta todos los demás soldados. De ellos se volvieron algunos a Marequita y a Tocaima, otra parte salió a la sabana, para ir a Santa Fe. Iban en tropa y contra el orden que el capitán Ospina les había dado. Llegaron a la venta de Alcocer, a donde comieron bien y bebieron mejor. Con este calor salieron a pasearse por la sabana, con las escopetas cargadas; comenzaron a disparar tiros, diciendo:
--"Este para fulano".
--"Este otro para zutano".
--"Con este le tengo de quitar la hija a fulano".
--"Yo con este cofre a zutano", nombrándolos por sus nombres. En la venta había oyentes, y no eran sordos. Estos cogieron las palabras; fueron después testigos en las informaciones. Costó este disparate gran suma de dinero en la visita del licenciado Juan Prieto de Orellana, que vino luego al negocio de Monzón y a acabar la visita, que tampoco la acabó. Costóle al capitán Diego de Ospina los siete mil pesos de buen oro que tengo dicho; y todos los demás que pudieron coger fueron muy bien perneados. Y con esto volvamos a la Real Audiencia y al visitador, que han comenzado a romper lanzas.
* * *
De los celos de la fiscala, que para la venganza de ellos no tenía más armas que la lengua, y de lo que Juan Roldán en el tormento había dicho con la suya, andaba el aire inficionado, y alguno toco en el oído al capitán de a caballo, marido de la dama causadora de todas estas revueltas. Estaban en el campo donde todos hablaban, que como oían acá decían allá; y quizá añadían todo sin máscara; de donde nació costarle a la pobre señora la vida, como adelante diré.
El fiscal, con estas cosas y otras, andaba encendido en un fuego infernal; y aunque con facilidad atraía a sí al oidor Zorrilla para todo lo que quería, con todo eso, para indinalle contra el visitador le dijo cómo trataba de suspender toda la Real Audiencia; y no le engañó, que auto tuvo hecho por ello, sino que se descuidó y la Audiencia le ganó por la mano.
Después de haberse notificado de una parte a la otra muchas cédulas reales, modernas y antiguas, la Real Audiencia en acuerdo determinó de prender al licenciado de Monzón. Mandaron llamar a Juan Díaz de Martos, alguacil mayor de Corte; entregáronle lo decretado, con una cédula real, y mandaron que fuese a prender al visitador Juan Bautista de Monzón. El alguacil mayor fue luego a cumplir lo que se le había mandado, acompañado con los alguaciles de Corte y otras personas que llamó. Fue a casa del visitador, subió solo arriba al aposento donde estaba. Lo que resultó fue que al cabo de rato salió huyendo por la escalera abajo, y el licenciado de Monzón tras él con una partesana en las manos tirándole botes y diciéndole muchas palabras injuriosas contra su persona y contra los que le habían enviado. Con esto se volvió al Acuerdo a informarle.
Cuando esto pasaba (serían las diez horas del día, poco más o menos) dijéronle el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas lo que pasaba. Mandó llamar al tesorero don Miguel de Espejo, que era la persona que en estos bullicios y otros siempre le acompañaba, como tan gran jurista y canonista. Fuéronse juntos en sus dos mulas a casa del licenciado de Monzón. Llamáronle a la ventana de su recamara, a la cual se asomó, y después de las cortesías, el arzobispo le dijo le hiciese la merced de irse con él a comer a su casa. El visitador dio sus excusas, el señor arzobispo le volvió a importunar, y el visitador a se excusar; con lo cual le dejó y se volvió Su Señoría a su casa.
Entre once horas y doce, el propio día, fue a casa del visitador el fiscal Orozco, enviado por el Real Acuerdo, acompañado de alcaldes ordinarios, alguaciles mayores y menores de Corte y ciudad con el capitán del Sello Real, y más de cien hombres que lo acompañaban.
Tenía el visitador en su casa tres hombres valientes para la ocasión que se le ofreciese: el uno era Juan López Moreno, el otro fulano Gallinato y un mozo mestizo del Pirú. Cuando pasó lo del alguacil mayor, que salió el visitador tras él con la partesana, estaban todos tres en casa del visitador. Pasada la ocasión dicha, fuéronse sospechando lo que podía resultar, con lo cual no se hallaron en casa del visitador al tiempo de su prisión, sino sólo el mestizo. Entró toda la gente en casa del visitador; el primero que subió a los corredores de la casa fue Diego de Ospina, capitán del Sello Real, acompañado de un Pedro Hernández, su alguacil en Marequita. Salió a esta sazón un sobrino del licenciado Monzón al corredor, cobijado con su capa, sin otras armas, y dijo:
--"¿Qué es esto, señores? ¿Qué revuelta y traición es ésta?".
A este tiempo sacó el capitán del Sello Real una pistola de dos cañones, que apretó la llave y dijo:
--"Aquí no hay otros traidores sino vosotros".
Quiso Dios que no encendiese fuego la pistola. Diole con ella entre ceja y ceja, que lo tendió a sus pies. A este tiempo se había trabado pendencia de cuchilladas, abajo en el patio, contra el mestizo del Pirú, que peleó valientemente contra más de cien espadas. La verdad es que algunos se le aficionaron viéndolo tan desenvuelto, y le rapaban a golpes y desviaban puntas hasta que ganó la puerta de la calle, huyendo a San Francisco; y en el puente le alcanzó uno con una cuchillada que le dio en la cabeza, para que llevase en qué entretenerse.
Con estas revueltas habían entrado el fiscal, alcaldes y alguaciles en la recámara del visitador, y al cabo de rato lo sacaron al corredor, a donde Monzón se arrimó a la pared y así les hacía requerimientos y protestaciones, a todo lo cual el fiscal le respondía que caminase, y el Monzón porfiaba en sus protestas, hasta que el fiscal dijo: "Échenle mano, échenle mano". Asiéronlo de piernas y brazos, levantándolo en peso; llegaron con él por la escalera abajo hasta ponerlo en la calle. Al bajar por la escalera, llevaba colgando la cabeza. Juan Rodríguez de Vergara, un buen hidalgo, vecino de Tunja, que se halló en esta plaza, viendo al visitador que llevaba colgada la cabeza, metió la espada, que la tenía desnuda, debajo del brazo, y tomóle la cabeza con dos manos. Yendo bajando por la escalera deslizábasele la espada, y por tenerla no le diesen en el rostro, soltóle la cabeza y diose un gran golpe en un escalón de la escalera, del cual se desmayó después en la calle, a la esquina de Juan Sánchez el cirujano. Vuelto en sí, lo llevaron por sus pies a las casas reales, a donde le prendieron y dejaron preso en el cuarto donde estaba el reloj.
Los comprendidos en la visita gustaron mucho de esta prisión; los desapasionados sintieron mal de ella. Unos decían que lo habían maltratado, otros que lo habían arrastrado. Llegó esta murmuración a oídos de la Real Audiencia; trató luego de hacer información de cómo lo habían prendido muy honradamente. Llegaron a tomar la declaración a Diego Romero, el conquistador, que se había hallado aquel día presente, y dijo en su dicho: "Si es verdadero, señores, aquel refrán que dicen, que lo que arrastra honra, digo que ni honradamente lo prendieron".
Este dicho dijeron que lo habían celebrado mucho después en el Consejo, en la vista de los autos. A Juan Rodríguez de Vergara le costó después el comedimiento de haber alzado la cabeza al visitador Monzón mil y quinientos pesos de buen oro, que le llevó Prieto de Orellana, segundo Visitador.
Con la prisión del licenciado Monzón y con la fuga de don Diego de Torres, cacique de Turmequé, cesó de todo punto el alboroto del alzamiento, porque el Diego se fue a España en seguimiento de sus negocios, a donde se casó, y murió allá. Dijeron le había dado Philipo II, nuestro rey y señor, cuatro reales cada día para su plato, porque picaba los caballos de la caballeriza real, y como era tan gran jinete se entretenía entre señores, con que pasó su vida hasta acabarla.
Preso el visitador Monzón, luego el fiscal puso la mira en quitalle la vida. Tenía sobre esto muy apurado al oidor Zorrilla, metiéndole temores por lo hecho y diciéndole: "El muerto no habla". La primera diligencia que hicieron fue proveer auto en que se notificase a don Fernando de Monzón, hijo del Visitador, que estaba con su mujer, doña Jerónima de Urrego, no entrase en esta ciudad, so pena de traidor al rey y prendimiento de bienes; el cual notificado, dentro de ocho días murió el pobre caballero, de pena de la prisión del padre y de la calentura que le dio, que no le soltó hasta matarle. Fue la voluntad de Dios, porque nadie tiene las llaves de la muerte ni de la vida, sino solo El, y sin su voluntad nadie muere ni vive.
En la prisión donde estaba el licenciado de Monzón nunca quiso comer cosa que ninguna persona le enviase, aunque fuese de mucha confianza. Comía tan solamente por la mano de fray Juan de Pesquera, fraile lego del orden de San Francisco, el cual llevaba en la manga del hábito pan y unos huevos asados o cocidos, y un poco de vino en un frasquito y agua en él. Este fue su sustento en más de catorce meses que estuvo preso, en el cual tiempo siempre sus enemigos procuraron quitalle la vida dándole garrote en la prisión, y colgallo de una ventana con una sábana, y decir que él se había ahorcado.
Así se platicó, y se supo de un fraile de San Francisco, a quien se dijo en confesión con cargo que lo remediase; el cual envió a llamar al regidor Nicolás de Sepúlveda y le dio cuenta del caso con el mismo cargo.
El regidor lo comunicó con el mariscal Hernando Venegas y con el tesorero Gabriel de Limpias, que lo era de la Real Caja, y todos juntos al capitán Juan de Montalvo, alcalde ordinario en aquel año; los cuales, para mejor se enterar, fueron a San Francisco a la celda del fraile, del cual se enteraron a satisfacción. Con lo cual se fueron a su Cabildo, y juntos unos con otros regidores ordenaron una petición para el Real Acuerdo, por la cual pedían la persona del licenciado de Monzón, ofreciéndose a darlo preso en Corte, con fianzas bastantes; lo cual hecho se salieron del Cabildo.
El alcalde Montalvo se fue a las casas reales, donde vivía el licenciado Pedro Zorrilla, grande amigo suyo, y diole parte de la petición que había ordenado. De aquí se revolvió otro enfado. Envió el Real Acuerdo por el mariscal Venegas, disculpóse con el tesorero de la Real Caja; enviaron por él y disculpóse con el regidor Nicolás de Sepúlveda; enviaron por él y estaba en aquella sazón acostado en la cama afligido con el mal de la gota que la había dado en una pierna, con que se excusó. Sin embargo, enviaron por él y que lo llevasen preso. Había mandado cerrar las puertas de la calle de su casa. Cuando llegaron a ellas, sobre que se abriesen hubo revuelta, queriéndolas echar al suelo, que hasta hoy se verá en ellas los golpes de las partesanas que le dieron.
Al fin llevaron al regidor al Acuerdo, a donde le dieron una gran represión, diciéndole era poco quitarle la cabeza; todo lo cual oyó con gran paciencia, y al cabo pidió licencia para responder. Bien quisiera el fiscal que se le denegara; alegó el regidor que convenía al servicio de Su Majestad y al bien de este Reino, quietud y conservación, el oírle; con lo cual se le dio licencia.
Dejó sin máscara el amancebamiento del licenciado Orozco, y que por su causa estaba revuelta la tierra, y que muchos padecían injustamente, culpándolos en el alzamiento que se trataba, siendo sólo el fiscal el autor de tales movimientos y escándalos y de los muchos daños que de ellos habían resultado, todo esto por sus fines; y que para en prueba de lo que tenía dicho, se hallarían en casa del capitán fulano mucha cantidad de armas, como eran escopetas, espadas, lanzas, partesanas, petos fuertes, pólvora y plomo, y otras armas, recogidas allí por orden del dicho fiscal; y que de todo daba noticia el Real Acuerdo, y que se le diese por testimonio para que en ningún tiempo le parase perjuicio. Y que si sobre esta razón le querían quitar la cabeza, como le habían amenazado, que lo estimaría, por dejallo a sus hijos por privilegio que moriría como leal vasallo a su rey y señor, y que con lo dicho descargaba su conciencia. Que la petición que se había hecho para pedir la persona del licenciado de Monzón, era para asegurarle la vida que tenía en mucho riesgo, queriéndole ahorcar o dar garrote en secreto, negocio que podía perjudicar a su Cabildo; y que él, como uno de sus regidores, acompañado de las personas del alcalde Juan de Montalvo y del mariscal Hernando Venegas y tesorero de la Real Hacienda, le habían ordenado, en que hacían servicio a Su Majestad; y que pues se obligaban a entregarles el preso en la cárcel de Corte, no tenían que recelar, pues sólo pretendían que se hiciese justicia y que no se causasen más alborotos y escándalos como los pasados, que habían causado mucho daño a su república y gran suma de dineros.
A este tiempo, el oidor Pedro Zorrilla se levantó y abrazó al regidor, diciéndole que si en el Cabildo hubiera otros cuatro hombres como él se habrían evitado muchos daños de los pasados. Diole el fiscal una represión, diciéndole cuál mal sonaban y parecían sus cosas. Envió al regidor muy honrado, agradeciéndole lo que había dicho; con lo cual el fiscal puso silencio a sus pretensiones por algunos días, sin embargo que procuraban se hiciesen muchas diligencias en buscar la persona de don Diego de Torres, que era la cabeza de lobo para ellos; y como el oidor era solo, no podía remediar muchas cosas, porque el fiscal llevaba tras sí muchos votos y aficionados y particularmente de aquellos que tenían lacra y dependencia en la visita; pero el don Diego de Torres no pudo ser hallado, porque con una camiseta de lana y una caballeta y una manta guardaba las labranzas de sus indios no las comiesen los periquitos; y vez hubo que los que le buscaban hablaron con él y no le conocieron, hasta que se pasó a España, como tengo dicho.
El inquieto ánimo del licenciado Orozco no le dejaba sosegar un punto. Víase ausente de su gusto, la prenda que más amaba, desterrada, y lo que peor era para él, que a todo lo que le escribía le respondía con grandes desvíos, rematando sus finales con decirle: "Lo pasado, pasado"; porque ella pasaba muchos disgustos con el marido, pues le había dado en aquellos campos al oído lo que en la ciudad se platicaba, que donde hay celos y agravios no hay cosa secreta, si se puede llamar secreto a lo referido, que yo no sé cómo el Orozco procuró matar al regidor Sepúlveda, por lo que había dicho y pasado en el Acuerdo.
Una noche lo intentó y fue a ello, queriendo echarle al suelo las puertas de la casa, fue sentido y se alborotó la calle y vecindad; lo propio quiso hacer de los demás que le eran contrarios, y con nada salió. Decía Roldán desde la cárcel, donde estaba preso: "Bien haya esta fortaleza el rey, que me defiende de un tirano"; y otras cositas que no son para aquí.
Al fin, el Orozco tomó otro camino, y dando, como dicen, tiempo al tiempo, atrajo a su voluntad todas las contrarias, porque cada cual procuraba asegurar su vida y carecer de enemigos. Cuando vio el tiempo más sosegado, volvió a persuadir al oidor Zorrilla con aquel tema de su sermón: "El muerto no habla". El oidor, que también se recelaba por hallarse tan empeñado en todos aquellos bullicios, daba oídos al fiscal, aunque siempre con aquel recelo de su conciencia, lo uno, y lo otro porque su mujer lo persuadía a que se desviase de aquel mal intento y que huyese los malos consejos del licenciado Orozco. Finalmente, importunado de él y cargado de recelos y temores, porque ninguno vive sin pecado, se citaron para en un último acuerdo dejarlo definido, como dicen, dentro o fuera. Señalaron la hora para él que fuese entre once y doce de la noche. Llegó este día. Estaba después de anochecer el oidor en su estudio. Habíale su mujer aderezado la cena, vio que tardaba, fue al estudio, y díjole:
--"Señor,¿cenaréis que ya es tarde?".
Respondióle:
--"Ahora, señora, iré; andad que ya voy".
Fue saliendo la oidora; el oidor llamó a un paje. Esperó la oidora fuera del estudio, a ver lo que mandaba. Venido el paje le dijo:
--"Mira desde la ventana si viene el fiscal y avísame".
Salió el paje. Preguntóle la señora:
--"¿Pues a qué ha de venir el fiscal?".
Respondióle:
--"Paréceme, señora, que esta noche ha de haber Acuerdo".
Todo se supo de la boca de la misma oidora, lo que aquella noche pasó. Díjole al paje:
--"Pues mirad que si viniere el fiscal, antes que aviséis a vuestro señor avisadme a mí".
Con esto se fue hacia la sala del Acuerdo, a donde halló al portero Porras, y de él quedo más bien informada.
Cenó el oidor, volvió al estudio, la oidora se puso una saya entera de terciopelo y aderezóse. Al cabo de rato entró el paje y díjole cómo venía el fiscal con dos hachas encendidas por la plaza. Fuese al Acuerdo y díjole al portero:
--"Dejadme entrar aquí y callad la boca, que yo os sacaré sobre mis hombros".
Con esto se entró en la sala, y en una esquina de ella se metió debajo del paño de Corte. Llegando el fiscal, se entraron en el Acuerdo.
Después de haber dado y tomado gran rato en el negocio, fueron tan fuertes las persuasiones del fiscal y los temores que puso el oidor, que le hizo conceder con lo que él quería. Tocaron la campanilla, llamaron al portero y mandáronle que con todo secreto trajese al verdugo. Como la oidora oyó esto, salió del escondrijo, y abrazándose con su marido le dijo:
--"¡Señor de mi alma, mirad lo que hacéis! Por solo Dios os ruego que no hagáis cosa tan fea".
A este tiempo allegó a ella el fiscal, diciéndole que "convenía hacerse por la seguridad de su honra y de la de su marido y asegurar sus vidas". Alzó la oidora la voz, diciendo: "Váyase de ahí, señor licenciado Orozco, no meta a mi marido en negocios tan feos, que no los ha de hacer, ni yo los he de consentir. Váyase de ahí, le vuelvo a decir, y sálgase de esta sala". Todo esto en altas voces, como mujer con cólera y agraviada.
De parte del señor arzobispo y del Cabildo de la ciudad y oficiales reales, por razón de los bullicios pasados se traían siempre especial vela y cuidado. Oyeron algunos de ellos las voces del Acuerdo, y luego dieron aviso. Acudieron oficiales reales, alcaldes ordinarios y regidores, de manera que dentro de una hora había ya arrimados a las casas reales más de doscientos hombres.
Dijéronle al señor arzobispo lo que pasaba; vino luego con los prebendados y muchos clérigos, porque ya corría la voz por toda la ciudad con mucho alboroto, y aun se decía que habían ahorcado a Monzón. Llegado Su Señoría a la puerta del Acuerdo, llamó diciendo:
--"Abran aquí, que yo también soy del Consejo".
Respondieron de dentro de la sala, diciendo:
--"¿Quién llama?".
Respondió Su Señoría:
--"El arzobispo del Reino".
Dijo el oidor:
--"Portero, abrid al arzobispo del Reino".
Resultó de su entrada, que se pusieron cuatro guardas al licenciado Monzón, con que le aseguraron la persona; y con esto se fueron todos a dormir lo poco que restaba de la noche; y yo también quiero descansar. Y el de Monzón aguarde un poco, que cerca viene quien le sacará de la prisión y de tantos riesgos.